martes, 27 de mayo de 2014

Julia o la nueva Eloísa- J.J. Rousseau- Cuarta parte- Carta XVII- A Milord Édouard

Quiero darle cuenta, milord. de un peligro que corrimos hace unos días y del que felizmente pudimos librarnos, aunque con miedo y con un poco de cansancio. Esto bien vale una carta aparte: leyéndola, apreciará lo que me lleva a escribirla.
Usted sabe que la casa de madame de Wolmar no está lejos del lago y que a ella le gustan los paseos en barco. Hace tres días, la falla de ocupación en la que la ausencia de su marido nos deja y la belleza de la tarde nos hicieron proyectar para el día siguiente uno de esos paseos. A la salida del sol nos dirigimos hasta la orilla; cogimos un barco con redes de pesca, tres remeros, un criado, y nos embarcamos con algunas provisiones para la comida. Yo había cogido un fusil para tirar a los besolets, pero ella hizo que me avergonzara por matar a los pájaros sin provecho alguno. por el único placer de hacer daño. Me entretenía. Pues, viendo a los grandes sifflets, a los tiou-tiou, a los crenets,  a los siffasons y no hice más que un disparo desde muy lejos a un somorgujo al que fallé.
Pasamos una o dos horas pescando a quinientos pasos de la ribera. La pesca fue buena, pero excepto una trucha que había recibido un trancazo con el remo, hizo Julia tirar al agua todo lo que se pescó. Son animalitos que padecen, dijo, démosles la libertad, y gocemos del gusto que tendrán ellos en verse fuera de peligro. Se ejecutó despacio este operación, de mala gana, y no sin algunas representaciones; y fácilmente me di cuenta de que las personas que habían con nosotros hubiesen comido con más gusto el pescado que la moral que les iba a salvar la vida.
 Nos metimos después más adentro del lago, y yo con la viveza de un mozo de que sería ya tiempo que me enmendase, me puse a remar; y de tal modo me encaminé hacía la mitad del lago, que en breve nos encontramos a más de un legua de la orilla. Aquí explicaba a Julia todas las partes del soberbio horizonte que nos cercaba. Desde lejos le enseñaba las bocas del Rodano, cuyo impetuoso curso se amansa a distancia de un cuarto de legua, como si con sus cenagosas ondas temiera empañar el azulado cristal del lago. Le había contemplar los ángulos entrantes y salientes de las montañas, que correspondientes y paralelos forman en el espacio que los separa un cauce digno del río que lo ocupa. Desviada de nuestra costa me complacía en que mirase maravillada las ricas y encantadoras riberas del país de Vaud, donde la muchedumbre de ciudades, el innumerable gentío, las verdes y en todas partes pomposas colinas, formaban la más atractiva pintura; donde en todas partes cultivada, y en todas fecunda, la tierra ofrece al labrador , al pastor, al viñador, el fruto seguro de sus afanes, que no devora el codicioso publicano. Le enseñé luego Chablais en la costa opuesta, país no menos favorecido por la naturaleza, y sin embargo, en todas partes solo un espectáculo de miseria presenta, le hacía a ella palpablemente distinguir los efectos  de ambos gobiernos en la riqueza, el número y la felicidad de los hombres. Así, le decía, abre su fértil seno la tierra, prodiga de sus tesoros con los venturosos pueblos que para ellos mismos cultivan; parece que se alegra y se anima con el grato espectáculo de la libertad, y que se complace en alimentar a los hombres. Por el contrario los tristes tabiques, los matorrales y las ortigas cubren una tierra casi asolada, desde lejos indican que domina en ella un amo ausente, y que mal de su grado ofrece a sus esclavos algunas mezquinas producciones que ellos no aprovechan.
Mientras  que agradablemente nos divertíamos en recorrer con la vista las vecinas costas, un viento de tierra que de sesgo nos empujaba hacia la orilla opuesta se levantó y arreció mucho; y cuando empezamos a revirar era tan fuerte la resistencia, que no fue le posible a nuestro frágil barquito vencerla. En breve las olas fueron tremendas, y fue menester dirigirnos a la ribera de Saboya, y procurar portar al lugar de Meillerie que estaba fronterizo con nosotros, y que casi es el único paraje de esta costa donde presenta la arena un desembarcadero cómodo. Pero el viento que había mudado, tomaba fuerza, inutilizaba los esfuerzos de nuestros barqueros, y nos hacía derivar mas abajo, costeando una larga fila de escarpados peñascos, donde no se encuentra refugio.
Todos nos pusimos a remar, y casi en aquel instante tuve el sentimiento de ver a  Julia acometida de una mareo, débil y tomada de un desmayo a bordo del barco. Por fortuna que está hecha al agua y no fue duradero este estado. Entretanto crecían nuestros esfuerzos con el peligro; el sol, la fatiga y el sudor nos tenían a todos faltos de respiración y exhaustos de fuerza; entonces recobrando todo su animo alentaba Jula el nuestro con sus compasivos halagos. Echando en un vaso vino aguado, con temor de que nos emborracháramos, daba de beber alternativamente a los más cansados. No, nunca brillo vuestra adorable amiga con tan vivo esplendor con en este punto que el calor y la agitación habían realzado con mas fuego sus rosadas mejillas; y lo que más aumentaba sus hechizos era que se echaba de ver en su enternecido ademán, que más procedían sus cuidados de compasión hacía nosotros que de temor por su vida. Solo un instante habiéndose entreabierto dos tablas en un encuentro que nos llenó a todos de agua, creyó que se había roto el barco, y en una exclamación de esta tierna madre oí distantemente estas palabras: ¡Hijos míos, no os he de volver a ver! Yo, cuya imaginación siempre me abulta el mal, aunque conocía de cierto cual era el peligro creí de un instante a otro ver sumergido el barco, y esta beldad tan adorable agitarse en mitad de las olas, marchitas con la amarillez de la muerte las rasas de su rostro.
Finalmente a fuerza de remos subimos a Meillerie, y después de haber lidiado por espacio de más de un hora a diez pasos de la orilla, logramos saltar en tierra y al instante se olvidaron todas nuestras fatigas. Julia se encargó de agradecer todas las faenas que cada uno había desempeñado, y como en lo más inminente del riesgo solo en nosotros había pensado, como estuvimos en tierra le parecía que era la única que habíamos liberado.
Comimos con las ganas que en un violento trabajo se adquieren. La trucha de aderezó; y Julia, que es muy aficionada, comió muy poco de ella; y conocí que para quitar a los barqueros el sentimiento de su sacrificio deseaba  que yo no comiese mucho. Milord, mil veces lo ha dicho usted; en las cosas grandes con en las pequeñas siempre se pinta su afectuosa alma.
Después de comer siguiendo alborotado el lago, y siendo necesario componer el barco, se propuso que diéramos un paseo. Julia me opuso la ventisca, el sol, y quería que descansara; yo, que tenía mi plan, no me rendí a su razones. ‹‹Estoy, le dije, acostumbrado desde niño a ejercicio penosos, que lejos de ser dañinos para mi salud, la fortifican, y mi último viaje ha aumentado todavía mi robustez. Para resguardarse del viento y del sol lleva usted un sombrero de paja, iremos por bosques y sitios abrigados; basta para esto con trepar algunos peñascos, y a usted que no le gustan las llanuras no se incomodará con la fatiga.››  Hizo lo que yo quería  y nos fuimos mientras la familia comía.
Usted sabe que después de mi destierro del Valais volví diez años hace a Meillerie a aguardar el permiso de volverla a ver. Allí pasé tan tristes y tan deliciosos días pensando únicamente en ella, y de allí fue de donde le escribí una carta que tanta impresión hizo en su corazón. Siempre había deseado volver a visitar el aislado retiro que me sirvió de albergue en mitad de la escarcha, y donde se deleitaba mi corazón en conversar conmigo mismo de lo que más en el mundo quiso. El motivo secreto de mi paseo fue visitar este sitio tan amado en estación más grata, y con aquella cuya imagen moraba encontrases conmigo, complaciéndome de antemano en mostrarle antiguos monumentos de tan constante y desdichada pasión.
Llegamos allá después de una hora de camino por amenos y tortuosos senderos, que subiendo insensiblemente por entre los arboles y las rocas no ofrecían otra incomodad que lo largo del camino. Al acercarme y reconocer mis antiguos vestigios estuve a pique de desmayarme, pero me vencí, oculté mi turbación, y llegamos. Este sitio solitario formaba un silvestre y desierto retiro, pero lleno de aquella especie de hermosuras que solo a las almas sensibles agradan, y que las demás parecen horribles. Un torrente que formaban las derretidas nieves despeñaba a veinte pasos de nosotros sus cenagosas ondas, y con estrépito, limo piedras y arenas arrastraba. Detrás de una cadena de inaccesibles rocas separaba la explanada en que estábamos de aquella parte de los Alpes que ventisqueros los llamados, donde montañas enormes de escarchas que sin cesar aumentan, los cubren desde el principio del mundo.  Nos daba a la derecha su triste sombra selvas de negros pinabetes; á la izquierda, más allá del arroyo, había un vasto bosque de alcornoques, y debajo nuestras plantas la inmensa llanada de agua que en el seno de los Alpes forma el lago nos separaba de las ricas costas del país de Vaud, coronando este cuadro la majestuosa cima del Jura.
En medio de estos soberbios y magníficos objetos de corto terreno en que nos hallábamos en engalanaba con los arreos de una riente y campetre morada: se filtraban por entre las rocas algunos arroyuelos, y por la verde yerba en cintas de crista se deslizaban, inclinaban sus cabezas sobre las nuestras algunos frutales silvestres, y húmeda y fresca la tierra cantaba la yerba y flores cubierta.
Comparando tan serena mansión con los objetos que en torno se veían, parecía destinado este yermo sitio para asilo de dos amantes, que solos se hubiesen liberado de la universal ruina de la naturaleza.
Cuando hubimos llegado a este retiro, y le hubo yo contemplado un rato: ¿Qué dije mirando con ojos bañados en llanto a Julia, nada le dice a usted aquí su corazón, ni siente alguna secreta emoción contemplando un sitio que de usted está lleno? Entonces sin aguardar a que respondiese la conduje a la roca, y le enseñe grabada en mil parajes su cifra y muchos versos de Petrarca y de Taso que a la situación en que yo me hallaba entonces se referían. Al verlos otra vez yo mismo después de pasado tanto tiempo, experimenté con canta fuerza pude la presencia de los objetos avivar los violentos afectos que cerca de ellos nos agitaron. Le dije con alguna vehemencia: ¡Oh Julia, eterno encanto de mi corazón! Ves aquí los lugares donde otro tiempo el amante más fiel del mundo por ti suspiraba; ves aquí la mansión donde tu imagen hacía su felicidad y preparaba aquella con que al fin le remuneraste tu propia. No se veían entonces ni estas sombras, ni estas frutas; no eran alfombra de la tierra estas flores, no formaban sus divisiones el curso de estos arroyuelos, ni gorjeaban estos pájaros sus cantos; el halcón voraz, el cuervo funeral, y la tremenda águila de los Alpes hacía solos resonar en estas cavernas sus gritos; inmensas escarchas de todos estos peñascos pendía, flecos de blanca nieve eran el único arreo de estos arboles; todo aquí los rigores del invierno y el horror de los hielos respiraba, solo los fuegos de mi corazón me hacían tolerable este sitio, y en él se iban pensando en ti los días enteros. Mira la piedra donde para contemplar desde lejos tu feliz morada me sentaba; encima de esta se escribió la carta que ablandó tu pecho, estos tajantes pedernales de buril para grabar tu cifra me servían; aquí se atreve el torrente helado en cobro de una carta tuya, que un remolino me arrebataba; allí fui a repasar y a basar mil veces la postrera que me escribiste; mira la orilla del precipicio de donde con ansioso y desesperados ojos la profundidad de estas simas  contemplaba; en fin aquí fue donde antes de mi triste partida vine a llorarte moribunda, y juré no sobrevivirte. ¡Niña con tanta constancia amada, o tu para quién fui yo nacido, he de hallarme contigo en los mismo lugares, y anhelar en balde por aquel tiempo que pasaba llorando de ellos tu ausencia!...
Iba a seguir, pero Julia que viendo que a la orilla de la sima me acercaba, se había asustado, y me había cogido de la mano, la apretó sin hablar palabra y comprimiendo un mal ahogado sollozo, apartando luego aprisa la vista, y tirándome por el brazo: vámonos, amigo mío, me dio con voz trémula, el aire de este sitio no es sano para mí. Me fui gimiendo con ella pero sin darle respuesta, y dejé para siempre esta triste soledad como a Julia misma la hubiera dejado.
Habiendo vuelto con lentos pasos al puerto dando algunos rodeos, nos separamos. Quiso ella quedarse sola, y yo seguir paseándome, sin saber adonde iba. Cuando volví no estaba aun listo el barco, ni sosegada el agua, cenamos con tristeza, bajos los ojos, meditando el buen semblante, comimos poco, y hablamos menos. Después de cenar fuimos a sentarnos en la arena, aguardando el instante de partir. Poco a poco se despejó la luna, se sosegó el agua, y me propuso Julia que embarcásemos. Le di la mano para entrar en el barco, y sentándome a su lado seguí teniéndola asida de la mía. Observamos ambos un profundo silencio, y me convidaba a la meditación el ruido igual y a compas de remos. El alegre canto de las gallinatas, que me traía a la memoria deleites de mi pasada edad, y en vez de divertirme me entristecía. Poco a poco sentía crecer la melancolía que me abrumaba. La serenidad del cielo, la frescura del aire, la suave claridad de la luna, el argentado tremolar de las ondas que en torno de nosotros brillaban, el concurso de las más gratas sensaciones y hasta la presencia del objeto amado, nada pudo apartar de mi corazón mil dolorosas reflexiones.
Empecé acordándome de un paseo semejante que di en otro tiempo con ella mientras el embeleso de nuestros primeros amores. Se retrataron en mi alma para afligirla todos los deliciosos afectos que la llenaban entonces; todos los sucesos de nuestra mocedad, nuestros estudios, nuestras conversaciones, nuestras cartas, nuestras secretas citas, nuestros gustos;
Y tanta fe, y memorias tan suaves,
Y tan luenga costumbre.
Una muchedumbre de objetos de poca entidad, que me ponía delante la imagen de mi pasada dicha; todo se ofrecía a mi memoria para aumentar mi presente miseria, pintándome la pasada felicidad. Se acabó, decía dentro de mi; aquellos tiempos, aquellos felices tiempos que no son, para siempre huyeron. ¡Ay, que nunca volverán, y estamos juntos y para siempre están unidos nuestros corazones! Me parecía que con más resignación hubiera sufrido la muerte, o su ausencia, y que había padecido menos el tiempo que lejos de ella había vivido. Cuando a tanta distancia gemía, la esperanza de volverla a ver aliviaba mi pecho: me lisonjeaba con que todas mis penas las borraría un instante que en su presencia estuviese; contemplaba a lo menos en la esfera de las cosas posibles en un estado menos acerbo que el mí, pero encontrarse a su lado, pero verla, tocarla, hablarle, amarla, adorarla y casi poseyéndola, reconocer que para siempre la he perdido: esto me precipitaba en accidentes de ira y rabia, que por grados me condujeron al ultimo ápice de desesperación. En breve empezaron a batir en mi alba funestos proyectos, y en un desvarío tal que pensando en el me estremezco, me acometió una violenta tentación de despeñarla conmigo en las olas, y dar fin en sus brazos a mi vida y a mis dilatados. Tan fuerte llegó al fin a ser esta horrenda tentación, que me vi obligado a soltar a todo prisa su mano e irme al otro extremo del barco.
Allí empezaron a tomar otro giro mis vehementes agitaciones; poco a poco fue insinuándose en mi alma un afecto más sereno; pudo más la ternura que la desesperación, salió de mis ojos un diluvio de lágrimas, y comparado este estado con aquel de que acababa de salir no dejaba de causarme contento. Lloré abundantemente largo rato, y me sentí aliviado, cuando me hube serenado volví al lado  de Julia, y le cogí otra vez la mano. Tenía en ella su pañuelo, y le sentí todo mojado. ¡Ah, le dije en voz baja, bien veo que nunca han dejado de entenderse nuestros corazones!
Verdad es, me respondió con alterada voz, pero sea esta la ultima vez que en este tono se expliquen.
Volvimos entonces a entablar una sosegada conversación, y habiendo navegado cosa de una hora llegamos sin otro azar. Cuando estuvimos en casa distinguí a la luz que traía Julia encarnados y muy hinchados los ojos, y los míos no hubo de encontrarlos ella en mejor estado. Después de las fatigas de todo el día tenía mucha necesidad de descansar; se retiró y yo me fui a acostar.
Esta es, amigo mío, la historia circunstanciada del día de mi vida en que, sin exceptuar ninguno, he sentido las más violentas emociones. Espero que hayan sido la crisis que me vuelva enteramente en mí. En cuanto a los demás diré a usted que esta aventura me ha convencido mejor que todos los argumentos de la libertad del hombre y el mérito de la virtud. ¡Cuantas personas son flacamente tentadas, y se rinden! En cuanto a Julia (mis ojos lo vieron y lo sintió mi corazón) sustentó aquel día la más fiera lid que sustentó jamás pecho humano y sin embargo, salió con victoria. Pero ¿Qué he hecho yo para desviarme de ella? O Eduardo, cuando seducido por tu dama supiste triunfar en consuno de tus deseos y los suyos, ¿no eres de superior naturaleza que la humana? Sin ti acaso era yo perdido. Cien veces en este día de peligros de memoria de tu virtud me restituyo la mía.


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Después de haber buscado por todos lados en internet este libro en español y no haberlo encontrado, después de mirar en un montón de bibliotecas, empecé a traducir yo misma la primera parte de esta carta, y luego mirando en cosas útiles a la hora de buscar información en google, acabé encontrado un libro escaneado, de una traducción en español muy antiguo. Terminé copiándolo del pdf y lo pongo aquí, por si a alguien le sirve de ayuda. Era para un trabajo de literatura francesa. Si lo queréis en pdf id a contacto y os lo enviaré por correo. (Solo tengo esto en español, no tengo el resto del libro.)